La mayor parte de la obra y la vida de Frida Kahlo me parece sufrida y me provoca angustia. me interesa la mujer que vivió en las primeras décadas del siglo pasado con semejante honestidad.

Leer su correspondencia es una delicia por su capacidad de expresar sus sentimientos con gran desfachatez y dejarnos un testimonio riquísimo del significado de ser una mujer artista, en sus condiciones, en un mundo de hombres.

Frida hizo de su persona un personaje; sin proponérselo fue una caracterización de lo que concebía como lo mexicano. Impuso la moda de usar vestidos de tehuana, lo mismo para caminar por la Quinta Avenida de Nueva York que para exponer en París a la vista de Picasso o Kandinsky.

Su imagen exótica hipnotizó a propios y extraños: “llegó el circo”, exclamaron los rubios niños neoyorkinos al toparse con Frida en la calle. La realidad es que usaba vestidos largos para esconder sus defectuosas piernas, según propia confesión.
Empujada por su esposo Diego Rivera, a fines de 1938 montó una pequeña exposición en la Galería de Julien Levy, responsable de llevar a los artistas surrealistas a la “gran manzana”.

Frida era para ellos, gracias a Breton a quien detestaba, el surrealismo encarnado. Gozó de ser el centro de atracción, complacida por sus amantes, sintiéndose deseada y admirada por hombres y mujeres.

Vivió entonces un tórrido romance con el fotógrafo Nick Muray, quien la adoró hasta la muerte y al que quiso siempre “después de Diego”. Muray es el autor de ese precioso retrato fotográfico The Magenta Rebozo que el propio Rivera utilizaría en otras pinturas y que nos deja una imagen de una Frida en plenitud. O eso parecía, incluso a pesar de su lamentable salud: se codeaba con la crema y nata de la cultura y el arte; era reconocida mundialmente a pesar de vender pocos cuadros. Tenía un marido famoso a quien toleraba la infidelidad siempre y cuando fuera con alguien de su nivel.

Ella misma tomaba por amante prácticamente a quien deseara; se jactaba de tener amigas íntimas y amigos siempre dispuestos. Era capaz de beber una botella de brandy al día para esconder su dolor físico y emocional.

A su paso la gente no podía dejar de mirarla: cuando entraba o salía de un lugar, el peso –y el color– de su imagen llenaba cualquier espacio. Su inteligencia y talento brillaban a kilómetros.

Pero detestaba viajar, mover su maltratado cuerpo era muy doloroso. Amar a Diego era doloroso. Ser mujer y vivir como mujer en México en los años treinta era doloroso. Con todo, Frida fue de esas personas que vivió no solo como pudo, sino como quiso, a pesar de los prejuicios y las convenciones sociales.

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